Ella dijo que si la esperaba en aquel lugar. El asintió mirándola mientras se alejaba. La espera se hizo eterna. No dijo donde iba ni cuanto tiempo tardaría. El banco de madera parecía acoplarse perfectamente a su contorno. El olor a incienso, los dulces cánticos y el sonido de la lluvia lejana lo llevaron muy lejos. Cerró los ojos y respiró pausadamente para no marearse durante el viaje.
Tanto fue así que parecía que rezaba. Y pasaron muchas mas horas de las necesarias. Cuando abrió los ojos ya no había nadie. El olor a incienso era un tenue y débil recuerdo lejano. La luz se había tornado gris azulada y la lluvia seguía meciendose en el tejado. Miró el reloj. Las ocho de la tarde. A pesar de todo no se alarmó. Continuó sentado con gesto tranquilo. Continuó esperando en silencio.
De pronto se escuchó el lamento de la puerta de la entrada que acabó en un gran estruendo. Le siguieron unos pasos de mujer acelerados por el suelo adoquinado que venían directamente hacia él. Sintió primero sus manos frías que le apretaban temblorosas. Abrió los ojos y vio los de ella, llenos de lagrimas. Me olvidé de ti. Me olvidé por completo. Perdóname amor mío, perdóname te lo ruego.
Ella permanecía arrodillada junto a él sujetando y besando sus manos. Tenia el pelo chorreando, la ropa empapada y un zapato roto.
No te preocupes, dijo el. Tranquila. No te apures, de verdad. Lo importante es que ya estas aquí conmigo. Ya estamos juntos. No llores mi amor. Estaba seguro de que regresarías. Y no tuve miedo.
El estruendo del despertador hizo desaparecer todo de golpe. Se frotó los ojos y buscó a ciegas las zapatillas de estar por casa. Caminó por el pasillo dando tumbos con la gracia de un pingüino hasta la cocina y aterrizó con un suspiro sobre una de las sillas que su madre les regaló el día que se casaron. Nunca fueron santo de su devoción y sin embargo ahí seguían aguantando día tras día. Siempre hablaban de comprar unas sillas nuevas pero nunca encontraban el momento. Al final poco a poco la vista fue acostumbrándose a su presencia hasta el punto de pasar casi desapercibidas.
Apenas podía abrir los ojos por la claridad cegadora. Hacia esfuerzos intermitentes para apreciar el fantástico desayuno que había sobre la mesa. Tostadas, requesón con yogur, tres cereales con albaricoque seco y miel, leche caliente con cacao traído de Venezuela. Mermeladas de distintos sabores, mantequilla, salmón ahumado y unas galletas de coco deliciosas. Presidía en el centro de la mesa un cuenco de picotas y otro de uvas frescas.
– Buenos días amor mío.- dijo ella.
– Buenos días corazón.
– ¿Otra vez el mismo sueño?
– Si, pero esta vez regresabas a buscarme. Y me pedías perdón…
– Estate tranquilo. Nadie va a abandonar a nadie. Creo que trabajas demasiado delante de ese maldito ordenador. Anda, tomate el cacao, que se enfría.
Acompañó sus palabras de aliento arrimando contra su pecho al recién despertado siguiendo con su brazo la linea invisible que unía sus hombros por detrás de la cabeza. Y lo apretó sobre sí misma en tierno gesto. Un beso en la sien puso el broche invisible que sosegó su alma. Que trajo la calma.
Después desayunaron juntos. Él recogió la mesa mientras ella terminaba de prepararse para salir. Y él bajó la escalera luchando por terminar de abrocharse la hilera de botones de su camisa favorita.
Y juntos al trabajo. Él conducía mientras ella lo observaba desde el asiento de al lado. Llegaron al fin serpenteando el trafico por la ciudad. Se bajó apresurada. El ruido de la puerta al cerrar enmudeció las palabras de él. Entonces él se bajó y gritó su nombre por encima del techo. Ella se volvió y se encontraron delante del capó, iluminados desde abajo por las luces de cruce, que encendidas titilaban como estrellas lejanas por la vibración del viejo motor desajustado.
-Gracias por salvarme. -Pero salvarte… ¿De qué? -Por salvarme de las más completa y absoluta oscuridad. Gracias por iluminar el sendero de mi vida. Y por el desayuno.
-No digas tonterias. No tienes que darme las gracias. ¡Corre! No llegues tarde. Luego nos vemos. Recuerda ir a recoger mi vestido. Del pastel de Masha me encargo yo.
Se besaron deprisa y la niebla la devoró a ella y el denso tráfico a él.