Las tardes grises suelen ir firmadas por la lluvia.
Cuando llegué a casa abandoné los zapatos mojados a la entrada. Continué descalza por el pasillo y me puse una toalla el pelo que estaba chorreando. Dejé el resto de mi ropa en una silla junto a la estufa para que se secara y me puse mi pijama de vacas.
Había sido un día complicado lleno de pacientes y de impacientes. Otra vez pollo en el menú. Otra vez la señora Carmen y su curioso anecdotario. Y otra vez su marido empeñado en no entender como su sobrepeso era el origen de todos sus males. Había revisado el ordenador por la mañana y el recuento de bajas no era para nada alentador después de varios días apartada del trabajo por semana santa. Muchas llamadas, reuniones y una agenda muy saturada. Para nada novedoso.
Al llegar a casa siguió el teléfono sonando y vibrando. Cuando no un correo, un whatsapp, cuando no un comentario en Facebook. El mundo se había puesto de acuerdo para no dejarme descansar, para no dejarme respirar. Todos conspirando sin saberlo contra mi paciencia. El que diseñó las redes sociales no pensó en esto. Un complot improvisado y continuo. Diario.
Nadie merecía que lo mandase a freír espárragos y sin embargo todos un poco contribuían sin saberlo a alentar esa idea tan poco descabellada cuando lo que precisamente es paciencia lo que una no tiene. Necesitaba descansar, escuchar música y subir los pies encima del sofá. El silencio de del propio silencio. Si acaso el susurro del agua en los cristales. Si acaso el viento inconstante en el alféizar. El titilar de una estrella lejana. Y soy paciente para con las personas, pero tengo un limite y estaba A punto de alcanzarlo.
Parecía que nadie comprendiese que lo que verdaderamente necesitaba era escuchar mi respiración, sentir mis latidos, mi ruido al tragar una taza de algo caliente o el crujir de unas patatas fritas. No necesitaba a mi madre para ponerme la cabeza como un bombo con historias acerca de nuestra familia de Valladolid, la ultima fechoría del jefe de estudios o la explicación detallada de la conversación con mi hermano de este mediodía. -Hay que ver que cosas tiene tu hermano, hija, hay que ver. Mira que presentarse sin avisar… y ¡ahora!, ¿Como vamos a hace para cenar? Iba a preparar lo que te dije esta mañana, pero claro, si vienen no habrá para todos y… claro… no sé… Ay Dios mío…! No se como lo voy a hacer. -Mama no te preocupes, verás como todo sale a pedir de boca. ¿No estamos en España? ¡Pues tapas para todos! Se ponen en el centro y que vayan picando. Madre, no se me agobie, y déjeme a mí en la cocina, vaya preparando la mesa y cálmese, que al final saldrá todo bien. -A veces pienso que no se que iba a hacer sin ti, hija mía.- decía mientras salía por la puerta en dirección a la cocina.
Cocinar me relaja la mayoría de las veces. Mi madre me deja hacer y yo, pues eso; hago. Pero esta vez no tenía ganas de nada. Ni de mí tenía ganas.
Sola quería repasar los canales de la tele. Sin mirarla realmente. Sin pensarla si quiera. Sola quería dormir. No tenía ganas de escuchar las preocupaciones cotidianas de nadie. Y nada de preguntas escabrosas, nada de suplicas reiterativas, nada de promesas, ni de cuentos, ni de historias. Nada. Solamente estar sola.
Pero por mas que lo deseé no se cumplió mi deseo. Los mensajitos llegaban en tropel anunciados por aquel sonido que una vez pensé hasta gracioso. Estaba cansada y me dolían los pies. Poco a poco iba cerrando los ojos y aflojando el pulgar. La muñeca iba cediendo despacio. Y la oscuridad seductora hizo el resto. Para cuando el teléfono se estrelló contra el suelo yo estaba tan dormida que ni lo sentí. Y sólo el sueño, al fin, trajo la calma.