Habíamos estado pensando qué película ver. Tarde de cine, el plan perfecto. Después de un día de calor y vueltas por la ciudad el sofá era un resort reconfortante para tres despojos sudados y exhaustos. Ella había traído del trabajo un dolor de cabeza monumental. Un dolor que ni la siesta pudo mitigar.
Al caer los últimos rayos del sol decidimos bajar mi amigo y yo a la tienda de ultramarinos a por uno de esos preparados para fajitas. Yo desde el principio dije que no era partidario de esos pre-cocinados industriales congelados. Cada vez más los años iban dejando constancia de un deterioro innegable. Me había convertido en un sibarita de productos frescos. Nada de preparados. Compramos pimientos, cebollas, maíz, pollo… y dejad que me encargue yo. No hubo manera de convencerlos.
Estábamos en la sección de frutas y verduras, comprando algunas delicias para comer al día siguiente en la playa. Nectarinas, albaricoques… ya me estaba imaginando tomando esas delicias dulces y fresquitas bajo un sol sin tregua. No había pesado los pepinos, que ricos con un poco de sal, cuando entró una llamada. Era ella. No pude escuchar lo que decía. Tan sólo que la cara de mi amigo tornó amarga y triste. De pronto aceleró el paso y dijo que ella se marchaba, que ya no se quedaba a cenar. -Lo ha encontrado, el señuelo, la chica de Estados Unidos con la que hablo, la que te dije.
Las redes sociales son una oportunidad para aumentar nuestro ego. Los desconocidos pueden opinar de nuestras opiniones, de nuestras fotos; en definitiva, de nuestra vida. Una casualidad que sumada a una novia desconfiada y aderezada con una mente calenturienta dan como resultado una reacción en cadena de difícil contención. La muchacha había comentado una foto de mi amigo en una de esas redes sociales y habían intercambiado algunas frases cortas. Él me lo dijo, también me contó que ella era desconfiada, que hurgaba en cada rincón cuando tenía ocasión.
Le faltó tiempo. Cuando bajamos a la tienda a comprar la que iba a ser una suculenta cena cogió la tableta digital y entró en cada rincón de su perfil digital, revisó los últimos movimientos, fotos, interacciones, menciones, publicaciones y conversaciones. Y se topó con las frases cortas. Mi amigo ni siquiera la conoce, vive al otro lado del mundo. Lo encontró por casualidad y comentó porque estaba aburrida, sin imaginar las consecuencias. Una muchacha ligera de cascos que publicaba fotos igual de ligeras. Ligeras de tela. Ligeras de ropa. Las frases cortas la llevaron al perfil y del perfil a sus fotos. Entonces ella se hizo arquitecta. Hizo la carrera en tan sólo diez segundos. Construyó en su cabeza un castillo de dimensiones inimaginables. Uno en el que el principe del cuento jamás hubiese encontrado a la princesa atrapada, mucho menos se hubiese topado con el dragón o encontrado el tesoro. El principe que entrase en ese castillo moriría de hambre en su interior.
Mi amigo la quiere. Si no no estaría con ella. Estaría con cualquiera y con ninguna. Estoy seguro de que no había engaño. Tan sólo unas frases cortas y ella construyó el resto. Hizo la bolsa y se quedó en la puerta esperando porque no tenía llave del garaje. Él debía abrirla. Tenía el corazón destrozado, las lágrimas brotando y la respiración acelerada. Construir tanto, tan deprisa es sin duda agotador. Así la encontramos cuando se abrió la puerta del ascensor. Sin duda quería marcharse. No habría ni cine, ni cena, ni nada.
Durante la discusión me fui a la habitación. Cuando pasan estas cosas es mejor no estar en medio. El ser humano suele usar a los amigos como arma arrojadija en estas situaciones tan desagradables. No voy a entrar en detalle de lo que allí sucedió. Sólo diré que las palabras y la razón terminaron por hacerse valer. No negaré que hubo tormenta, pero lo bueno que tiene esta es que suele traer la calma más absoluta.
Me fuí a la habitación del fondo, donde mi amigo había puesto cada uno de sus dientes de leche confiando en el ratoncito Pérez. Y allí permanecí hasta que llegó la calma. La estancia era acogedora, no apta para niños. Todo lleno de figuras, tecnología, cajitas, lamparas, libros, discos, ropa, cuadros, sillas… Recuerdos. Recuerdos de un tiempo pasado que decoraban la habitación a modo de museo; las banderas de la infancia, los premios del campeonato que se jugó en el colegio cuando aún reinaban los noventa en el calendario, la foto de los compañeros de promoción, todos con el cuello partido. Los libros de obligada lectura para el profesor, y los de obligada consulta para un adolescente. Allí estaban cogiendo polvo.
Sonó la puerta de la casa. Sonó despacio. Después el silencio se hizo con todo. Con las sillas, la mesa, los sofás, los muebles, los bustos y las estatuas. Jamás pensé que llegaría a estar solo en este lugar. La vida a veces te sorprende de la forma que menos imaginas. Necesitaba estar solo, lejos de lo cotidiano, y aquí estaba. A miles de kilómetros y solo. Recorrí la casa en silencio, sin tocar nada. Después fui a la cocina y piqué algo de pan con queso de untar. Me serví un vaso de agua fría y volví a lo acogedor del sofá. Eran más de las diez de la noche. Estaba en el lugar, pero no como me imaginaba tan sólo unas horas antes. No hubo cine. Ni cena. Ni risas. Eché un pulso al sofá y me quedé dormido. No siempre se gana. Tampoco siempre se acierta.