La noche ha pasado deprisa. Cuando te quedas hasta tarde revisando que todos tus apuntes están en orden, así como su contenido, la noche se hace corta. Mi padre y yo nos vamos juntos muy temprano. Siempre salimos a la misma hora. Él me acerca a la escuela y sigue su camino a la central todas las mañanas.
La empresa no puede ser más sencilla. Me levanto despacito, me lavo, me visto, desayuno poco, cojo el almuerzo que mi madre ha procurado en un tupperware a mi padre y bajo los peldaños con desdén. Mi padre espera abajo con el motor en marcha. Yo, aprovecho el trayecto en coche para acomodarme en los asientos de atrás y echar una cabezadita. Hasta me he gestionado una manta para esconderme del fresquito ese tempranero que hace en invierno.
Aquella mañana todo era normal. Yo corriendo de una habitación a otra, con la hora pegada y el reloj en contra (nunca seremos buenos amigos) Mi padre espera abajo. La cama se queda definitivamente sin hacer. No llego. He salido de casa disparada. ¡Huy!, el almuerzo ha quedado olvidado en la mesa de la cocina. Mi madre me lo ha recordado en voz baja. Vuelta a dentro. He bajado los peldaños con destreza y muy deprisa. Un día voy a regalarle los dientes al portero automático si me los dejo al bajar (Dios no lo quiera). Tengo un sueño que me caigo. De hecho, el 65 % de mi cerebro de futura enfermera, permanece dormido. Sólo la parte de los procesos mecánicos que hago a diario están funcionando.
Me he metido en el coche, he dejado en la bandeja posterior el almuerzo de papá y mecánicamente he echado mano a mi manta. No está. Mi manta había desaparecido. No lo entiendo. Siempre ha estado ahí. – Papá, ¿dónde has puesto mi manta?- no estaba para tonterías. Es muy temprano para andar escondiendo las cosas. Lo he mirado. Serio, apuesto, engominado, moreno, con el gesto algo aburrido y mucho más joven de lo que recuerdo. Era como si el liquidillo azul para después del afeitado fuese el elixir de la eterna juventud. Aquellos ojos que me observaban atónitos al otro lado del retrovisor no eran los del hombre que me enseño a caminar, y a nadar y a montar en bicicleta. No eran los ojos que enamoraron a mi madre una tarde de primavera y que no dejan de enamorarla cada mañana, al despertar. No eran los ojos del estricto dictador que me prohibía llegar a casa más tarde de la una. A las siete de la mañana no se hacen trasplantes de ojos en mi calle. De hecho, creo que no se hacen en ningún lugar del mundo. Se giró sobre sí mismo para mirarme directamente. Nos hemos quedado un rato en silencio y mirándonos fijamente. Aquel joven trajeado no era mi padre.
La parte del cerebro que controla la vergüenza y el sentido del ridículo se despertó sobresaltada. -Lo siento, me he confundido de coche- he puesto pies en Pontevedra. He salido escopetada de esa situación, almuerzo en mano. No recuerdo haberlo pasado mas mal en toda mi vida. Dios mío, qué vergüenza. Cuando se lo cuente a mis amigos no lo van a creer. Cómo ha podido ocurrir. Mi padre siempre deja el coche ahí. Siempre en el mismo lado. En el segundo intento me aseguré agachándome antes de abrir, de que el conductor era mi padre. Menudo susto. La bronca que se llevó mi padre fue pequeña. -Pero papá, ¡¡¡¿como dejas aquí el coche?!. Cualquier día de estos no te voy a encontrar y te juro que me voy en el primer coche que vea-. Papá esto, papá lo otro, papá, lo de más allá…
Me tranquilicé después de un rato. La seguridad de que todo volvía a estar en orden, mi manta en el asiento de atrás; mi padre en el de alante; el almuerzo en la bandeja posterior, ha mitigado mi taquicardia. Nunca imaginé que ver a mi padre sentado en el asiento delantero de nuestro coche fuese a alegrarme tanto y tan temprano. Si lo que no me pase a mí, no le pasa a nadie. De película…