Soñar es algo tan bueno…

Anoche compré un billete para un viaje nocturno por mi subconsciente. Es fácil conseguirlos. Se piden con el cepillo de dientes en el baño de casa. El viaje, a veces ténue, a veces intenso, a veces vivido en directo, acaba sin saber cómo, al despertar. Por la mañana te entregan el diario de lo ocurrido, que a veces se pierde por no desayunar a tiempo. Es en estos casos cuando uno no recuerda los lugares apasionantes visitados durante la noche.


Mi último viaje transcurre en una tarde fría y gris dentro de una cálida y acogedora cafetería libre de prisas y ruidos. Una brisa musical nos envuelve y la temperatura invita al diálogo. Dos amigos marean palabras con una cucharilla de café liberando risas al contacto con el borde brillante de la delicada porcelana de sus tazas. Se han pasado las horas mientras la lluvia barría hojas secas de un otoño olvidado y tardío. Se han contado historias, se han mirado el uno al otro el corazón y la tarde se les ha escapado entre los dedos.

Leyendo el diario de un viaje como éste, tal vez sea la mejor manera de comenzar un nuevo día.

Papá, ¿dónde has puesto mi manta?

La noche ha pasado deprisa. Cuando te quedas hasta tarde revisando que todos tus apuntes están en orden, así como su contenido, la noche se hace corta. Mi padre y yo nos vamos juntos muy temprano. Siempre salimos a la misma hora. Él me acerca a la escuela y sigue su camino a la central todas las mañanas.

La empresa no puede ser más sencilla. Me levanto despacito, me lavo, me visto, desayuno poco, cojo el almuerzo que mi madre ha procurado en un tupperware a mi padre y bajo los peldaños con desdén. Mi padre espera abajo con el motor en marcha. Yo, aprovecho el trayecto en coche para acomodarme en los asientos de atrás y echar una cabezadita. Hasta me he gestionado una manta para esconderme del fresquito ese tempranero que hace en invierno.

Aquella mañana todo era normal. Yo corriendo de una habitación a otra, con la hora pegada y el reloj en contra (nunca seremos buenos amigos) Mi padre espera abajo. La cama se queda definitivamente sin hacer. No llego. He salido de casa disparada. ¡Huy!, el almuerzo ha quedado olvidado en la mesa de la cocina. Mi madre me lo ha recordado en voz baja. Vuelta a dentro. He bajado los peldaños con destreza y muy deprisa. Un día voy a regalarle los dientes al portero automático si me los dejo al bajar (Dios no lo quiera). Tengo un sueño que me caigo. De hecho, el 65 % de mi cerebro de futura enfermera, permanece dormido. Sólo la parte de los procesos mecánicos que hago a diario están funcionando.

Me he metido en el coche, he dejado en la bandeja posterior el almuerzo de papá y mecánicamente he echado mano a mi manta. No está. Mi manta había desaparecido. No lo entiendo. Siempre ha estado ahí. – Papá, ¿dónde has puesto mi manta?- no estaba para tonterías. Es muy temprano para andar escondiendo las cosas. Lo he mirado. Serio, apuesto, engominado, moreno, con el gesto algo aburrido y mucho más joven de lo que recuerdo. Era como si el liquidillo azul para después del afeitado fuese el elixir de la eterna juventud. Aquellos ojos que me observaban atónitos al otro lado del retrovisor no eran los del hombre que me enseño a caminar, y a nadar y a montar en bicicleta. No eran los ojos que enamoraron a mi madre una tarde de primavera y que no dejan de enamorarla cada mañana, al despertar. No eran los ojos del estricto dictador que me prohibía llegar a casa más tarde de la una. A las siete de la mañana no se hacen trasplantes de ojos en mi calle. De hecho, creo que no se hacen en ningún lugar del mundo. Se giró sobre sí mismo para mirarme directamente. Nos hemos quedado un rato en silencio y mirándonos fijamente. Aquel joven trajeado no era mi padre.

La parte del cerebro que controla la vergüenza y el sentido del ridículo se despertó sobresaltada. -Lo siento, me he confundido de coche- he puesto pies en Pontevedra. He salido escopetada de esa situación, almuerzo en mano. No recuerdo haberlo pasado mas mal en toda mi vida. Dios mío, qué vergüenza. Cuando se lo cuente a mis amigos no lo van a creer. Cómo ha podido ocurrir. Mi padre siempre deja el coche ahí. Siempre en el mismo lado. En el segundo intento me aseguré agachándome antes de abrir, de que el conductor era mi padre. Menudo susto. La bronca que se llevó mi padre fue pequeña. -Pero papá, ¡¡¡¿como dejas aquí el coche?!. Cualquier día de estos no te voy a encontrar y te juro que me voy en el primer coche que vea-. Papá esto, papá lo otro, papá, lo de más allá…

Me tranquilicé después de un rato. La seguridad de que todo volvía a estar en orden, mi manta en el asiento de atrás; mi padre en el de alante; el almuerzo en la bandeja posterior, ha mitigado mi taquicardia. Nunca imaginé que ver a mi padre sentado en el asiento delantero de nuestro coche fuese a alegrarme tanto y tan temprano. Si lo que no me pase a mí, no le pasa a nadie. De película…

Jugando con las ballenas

Hoy he estado dentro de una ballena. Con esto de los carnavales, me he disfrazado de gamba pequeña del sur del pacífico y me he sentado encima de una burbujita a esperar. No ha tardado mucho. Es como esperar al autobús. Hace cosquillas, luego… oscuridad. La más absoluta oscuridad. La verdad es que me ha tocado una con la cabeza muy bien amueblada, según una de las neuronas, todo es del IKEA. Había más gambas jugando al mus y al dominó con un tal Pinocho. La salida ha sido lo peor de lo peor. Me he mareado un poco. Ahora estoy en mi casa, viendo la tele. Mañana, ya veremos…