Cómo hacer el ridículo y no morir en el intento

La AlmudenaPodría ser el título de una novela sobre las meteduras de pata más extravagantes e increibles de una vida repleta de altibajos. No obstante, es sólo un apunte al premio al ridículo más extremo en Navidad.

¿Alguna vez han reconocido a alguien por la calle, lo han seguido hasta alcanzarlo, y una vez delante del sujeto no han sabido qué decir? Ahora multipliquen el sujeto por tres y eliminen dos nombres.

Sencillamente los nervios cerraron cualquier posibilidad aquella tarde. No podía articular palabra. Un carpintero se llevó todas mis tablas. Además no pude presentar como es debido a mi acompañante porque sencillamente olvidé la mitad de los nombres. Para colmo intentando desesperadamente acordarme, me equivoqué en uno de ellos y el último fui incapaz de recordarlo.

Si además añadimos que los nombres olvidados son los de los padres de Lucía, personas buenas y hospitalarias donde las haya, el desastre es total. Todo se precipitó de repente, y todo por no haber encontrado entre los nervios un «esta es la madre de Lucía, hace unos dulces buenísimos» y un «este es el padre de Lucía, cruzar con él unas palabras basta para captar su bondad, bajar la guardia y dormir en su regazo».

Aún no entiendo por qué me puse nervioso. Me había colado en su casa en varias ocasiones y ni si quiera recordaba sus nombres. Sí sus rostros. Mas sus nombres…

Mi conciencia descansa un pelín más, si cabe, después de escribir de esta peculiar manera mis excusas por lo acaecido la tarde de la Plaza Mayor, las luces y el frío. Espero sepan aceptar mis disculpas.

Semáforos: La eterna espera.

La MedinaMadrid es un asco en cuanto a habitantes con caparazón de chapa y ruedas se refiere. Ya nadie va en moto o bici al trabajo como antaño. Ahora todo el mundo pierde tiempo de sus vidas dentro de esas máquinas infernales yendo de una emisora a otra, de un semáforo en rojo al siguiente.

Una mañana me encontraba a la espera de la esperanzadora luz verde para proseguir mi camino hacia casa. El Sol de septiembre brillaba alto y una brisa fresca corría entre la chapa, el asfalto y el caucho de esta peculiar ensaladera. Mirando hacia la plaza de Carlos V, en la desembocadura del Paseo del Prado, nos encontrábamos. Puede que no importase el lugar, pero si la protagonista pudiese encontrar esto se reirá; o tal vez sólo dibujase una sonrisa. La misma que nos brindó cuando descubrimos que atrapaba entre sus labios la letra de la canción que sonaba en nuestra radio; cuando subimos el volumen aún más para su deleite, vio se descubierta en su travesura. Sencillamente sonrió. Dejó escapar una mirada de complicidad por la ventanilla abierta de par en par de aquel todo terreno oscuro, y sonrió.

Parecía haberse perdido entre la letra de aquella canción que la arrastraba hacia una especie de paz interior. Era como si algo la hubiese desnudado de cualquier ápice de problema cotidiano, quehaceres o estrés. Desnuda y sencilla, inmersa en un sueño de melancolía, parados ante aquel árbol de luces en un cruce de caminos. Cuando subimos el volumen debió sentirse observada y nos miró. Ruborizada comenzó a corregir cualquier trayectoria errónea en su cabello oscuro y jugó con unas gafas de sol que soñaban ser diadema. Agradeció en una mirada nuestro gesto y pareció sentirse agradecida. La luz verde nos alejó para siempre de aquella mujer.

Me hubiese gustado conocerla delante de una taza de chocolate caliente. Desenvolver su alma y descubrir una sorpresa tras otra en cada rincón de su mente. Escuchar lo que tuviese que decir y encontrarlo interesante.

¿Nos volveremos a encontrar…? Nunca se sabe.

Gominolas para el desayuno

Desayuno de verdadA veces el destino me deja una nota para alegrarme el día. La otra mañana me la encontré. Llevaba puesta su radiante sonrisa a juego con el tono de su piel y en perfecta armonía con aquellas cejillas tan oportunas y elegantes.

Incluso me habló de un billete al borde de la extinción, eso sí, sin darse cuenta. Quería dar gracias al destino con esta breve reseña por dejarme sonrisas en las escaleras para que el día sea más llevadero.

La agenda es complicada, mas muy de vez en cuando, las lineas aciertan con un ápice de convergencia. Todo es imposible al unísono. Con un minúsculo trocito de papel arrugado me conformo. Tal vez pueda parecer efímero a simple vista, pero cuando el frasco es pequeño, con pocas gotas se colma.

Deseo su felicidad. De corazón. Y sólo le pido al destino que no se olvide de mi pequeño botecito de cristal soplado.

Las tortugas de Italia se marchan a Bristol en bicicleta

Lucía

Es a simple vista imposible. Otra de las mayores dosis de autoestima con nombre, apellidos y personalidad propia, se marchan para enseñar a montar en bici a los mayores de 65. Lo llaman plan de viabilidad. Algo esconden esos ojos.

Me tiene especial aprecio por nosequé y me divierte. Son adorables a la par que sensatos. Extraños en costumbres. En su planeta beben por agujeros propios en el aluminio. Así evitan posibles envenenamientos por parte de las compañías hartas de pagar impuestos a la federación.

Intrigante cuanto menos, divertido cuanto más.

Verano en Almería

Recuerdo aquel verano como si fuese ayer. El agua se refleja en mi mente y puedo percibir el olor a azahar.

Era una tarde calurosa en el centro de una urbanización junto al mar, con cúpulas blancas y redondeadas salpicadas de palmeras y extrañas flores robadas de algún paraíso tropical. Un simulador de Marruecos acomodado bajo nuestros pies.

En aquella época los teléfonos estaban unidos a la pared por un cable. Las cámaras de fotos no reproducían Mp3. La palabra digital sólo se usaba para aquellos relojes de pulsera con los que cronometrar el el batir de las alas de una mosca.

Eran otros tiempos…

Estaba perdido, acababa de llegar al paraíso y no conocía a nadie. Duró poco mi solidad. A medida que pasan los días, coinciden en los claros de vegetación adoquinados gentes en igualdad de condiciones. Solas y aburridas.

Recuerdo a las vecinas del número 95, a los primos leperos que viajaban con una belleza onubense cuyo nombre recordar no puedo, más sí su mirada verde y su pelo negro. Piernas brillantes, piel oscura. Era la hermana de uno de ellos. Antonio, creo. Jamás volví a saber nada de ellos. María Antonia… no sé.

Al otro lado se estaba casi estableciendo un grupo organizado. Lorena era una lugareña que se pasaba por la urbanización con tiques de baño gratis. Nacho perseguía sus encantos, haciendo más ruido que otra cosa, para robarle un beso o vete tú a saber.

Cuando no tienes nada que hacer puedes buscar formas de vida en la piscina, dormir y comer a mesa puesta. No hay preocupaciones. Allí estaba yo al tercer día, aburrido ante el ecosistema marino inerte, inspeccionando el fondo de la piscina buscando defectos en la estructura, algún azulejillo azul olvidado, tesoros sumergidos o alguna corriente peligrosa absorbe-intestinos. Por aquella época estaba en los bares la historia de un bebé al que la depuradora asesina le había absorbido desde una rejilla del fondo de una piscina en Mallorca todo el intestino, con resultado de muerte. Nunca llegué a saber si en realidad ocurrió algo así o si era una advertencia de mis padres para que nos mantuviésemos alejados de cualquier orificio en el fondo de una balsa de agua artificial.

Sólo puedo decir que aquel verano conocí a alguien que se instaló en mi corazón. El cielo era azul y parecía no importar nada. Aquel verano conectamos unos cuantos. Algunas de aquellas conexiones aún duran. Yo personalmente conservo una conexión. El resto están perdidas o latentes, mas recordarlas aviva el espíritu con recuerdos alegres.

Nacho, no se te ocurra acercarte por los agujeros de las… y tampoco me olvides. A veces a los hermanos no te los trae la cigüeña, te los encuentras en el camino.
Un abrazo.

Soñar es algo tan bueno…

Anoche compré un billete para un viaje nocturno por mi subconsciente. Es fácil conseguirlos. Se piden con el cepillo de dientes en el baño de casa. El viaje, a veces ténue, a veces intenso, a veces vivido en directo, acaba sin saber cómo, al despertar. Por la mañana te entregan el diario de lo ocurrido, que a veces se pierde por no desayunar a tiempo. Es en estos casos cuando uno no recuerda los lugares apasionantes visitados durante la noche.


Mi último viaje transcurre en una tarde fría y gris dentro de una cálida y acogedora cafetería libre de prisas y ruidos. Una brisa musical nos envuelve y la temperatura invita al diálogo. Dos amigos marean palabras con una cucharilla de café liberando risas al contacto con el borde brillante de la delicada porcelana de sus tazas. Se han pasado las horas mientras la lluvia barría hojas secas de un otoño olvidado y tardío. Se han contado historias, se han mirado el uno al otro el corazón y la tarde se les ha escapado entre los dedos.

Leyendo el diario de un viaje como éste, tal vez sea la mejor manera de comenzar un nuevo día.

Papá, ¿dónde has puesto mi manta?

La noche ha pasado deprisa. Cuando te quedas hasta tarde revisando que todos tus apuntes están en orden, así como su contenido, la noche se hace corta. Mi padre y yo nos vamos juntos muy temprano. Siempre salimos a la misma hora. Él me acerca a la escuela y sigue su camino a la central todas las mañanas.

La empresa no puede ser más sencilla. Me levanto despacito, me lavo, me visto, desayuno poco, cojo el almuerzo que mi madre ha procurado en un tupperware a mi padre y bajo los peldaños con desdén. Mi padre espera abajo con el motor en marcha. Yo, aprovecho el trayecto en coche para acomodarme en los asientos de atrás y echar una cabezadita. Hasta me he gestionado una manta para esconderme del fresquito ese tempranero que hace en invierno.

Aquella mañana todo era normal. Yo corriendo de una habitación a otra, con la hora pegada y el reloj en contra (nunca seremos buenos amigos) Mi padre espera abajo. La cama se queda definitivamente sin hacer. No llego. He salido de casa disparada. ¡Huy!, el almuerzo ha quedado olvidado en la mesa de la cocina. Mi madre me lo ha recordado en voz baja. Vuelta a dentro. He bajado los peldaños con destreza y muy deprisa. Un día voy a regalarle los dientes al portero automático si me los dejo al bajar (Dios no lo quiera). Tengo un sueño que me caigo. De hecho, el 65 % de mi cerebro de futura enfermera, permanece dormido. Sólo la parte de los procesos mecánicos que hago a diario están funcionando.

Me he metido en el coche, he dejado en la bandeja posterior el almuerzo de papá y mecánicamente he echado mano a mi manta. No está. Mi manta había desaparecido. No lo entiendo. Siempre ha estado ahí. – Papá, ¿dónde has puesto mi manta?- no estaba para tonterías. Es muy temprano para andar escondiendo las cosas. Lo he mirado. Serio, apuesto, engominado, moreno, con el gesto algo aburrido y mucho más joven de lo que recuerdo. Era como si el liquidillo azul para después del afeitado fuese el elixir de la eterna juventud. Aquellos ojos que me observaban atónitos al otro lado del retrovisor no eran los del hombre que me enseño a caminar, y a nadar y a montar en bicicleta. No eran los ojos que enamoraron a mi madre una tarde de primavera y que no dejan de enamorarla cada mañana, al despertar. No eran los ojos del estricto dictador que me prohibía llegar a casa más tarde de la una. A las siete de la mañana no se hacen trasplantes de ojos en mi calle. De hecho, creo que no se hacen en ningún lugar del mundo. Se giró sobre sí mismo para mirarme directamente. Nos hemos quedado un rato en silencio y mirándonos fijamente. Aquel joven trajeado no era mi padre.

La parte del cerebro que controla la vergüenza y el sentido del ridículo se despertó sobresaltada. -Lo siento, me he confundido de coche- he puesto pies en Pontevedra. He salido escopetada de esa situación, almuerzo en mano. No recuerdo haberlo pasado mas mal en toda mi vida. Dios mío, qué vergüenza. Cuando se lo cuente a mis amigos no lo van a creer. Cómo ha podido ocurrir. Mi padre siempre deja el coche ahí. Siempre en el mismo lado. En el segundo intento me aseguré agachándome antes de abrir, de que el conductor era mi padre. Menudo susto. La bronca que se llevó mi padre fue pequeña. -Pero papá, ¡¡¡¿como dejas aquí el coche?!. Cualquier día de estos no te voy a encontrar y te juro que me voy en el primer coche que vea-. Papá esto, papá lo otro, papá, lo de más allá…

Me tranquilicé después de un rato. La seguridad de que todo volvía a estar en orden, mi manta en el asiento de atrás; mi padre en el de alante; el almuerzo en la bandeja posterior, ha mitigado mi taquicardia. Nunca imaginé que ver a mi padre sentado en el asiento delantero de nuestro coche fuese a alegrarme tanto y tan temprano. Si lo que no me pase a mí, no le pasa a nadie. De película…

Jugando con las ballenas

Hoy he estado dentro de una ballena. Con esto de los carnavales, me he disfrazado de gamba pequeña del sur del pacífico y me he sentado encima de una burbujita a esperar. No ha tardado mucho. Es como esperar al autobús. Hace cosquillas, luego… oscuridad. La más absoluta oscuridad. La verdad es que me ha tocado una con la cabeza muy bien amueblada, según una de las neuronas, todo es del IKEA. Había más gambas jugando al mus y al dominó con un tal Pinocho. La salida ha sido lo peor de lo peor. Me he mareado un poco. Ahora estoy en mi casa, viendo la tele. Mañana, ya veremos…