Normalmente suelen irse sin decir adiós. Te quedas mirando algún punto de la habitación y cuando vuelves la vista ha desaparecido. En ocasiones ni si quiera eras consciente de que ocupaba un lugar reservado en tu corazón. Tan si quiera lo habías advertido. Ahora, el hueco vacío se repasa con los dedos en el filo. Bastan dos dedos para palpar. En ocasiones es necesario un ejercicio para el recuerdo. Pero lo cierto es que normalmente no se requiere.
Llegas al trabajo como cada mañana y te dan la noticia. O al llegar a casa. O sencillamente cuando paseabas contando adoquines de cemento. Es cierto que puede que perdamos el control del tiempo y del cuerpo. Se derrame el vaso que sosteníamos, se precipite el bolígrafo o se desplome nuestra carcasa sobre un sofá que siempre coloca a tiempo el director o el guionista. O vaya usted a saber…
Solemos necesitar a otro para que nos ayude a ver la luz a través del hueco. Un comentario leve al otro lado del teléfono. Un mensaje con celofán digital. Algo que nos calme.
Los días pasan, unos llegan, otros se van. Todos al final vamos dejando una huella en los corazones de los que nos rodean. Cuanto mayores son esas huellas, mayores serán esos huecos cuando nos marchemos.
Que me perdonen todos aquellos que hayan ocupado gran parte de su corazón con mis huellas de barro para cuando hayan vuelto la mirada, recibido una llamada y yo ya me haya ido.
Como siempre, sin decir adiós…