Madrid es un asco en cuanto a habitantes con caparazón de chapa y ruedas se refiere. Ya nadie va en moto o bici al trabajo como antaño. Ahora todo el mundo pierde tiempo de sus vidas dentro de esas máquinas infernales yendo de una emisora a otra, de un semáforo en rojo al siguiente.
Una mañana me encontraba a la espera de la esperanzadora luz verde para proseguir mi camino hacia casa. El Sol de septiembre brillaba alto y una brisa fresca corría entre la chapa, el asfalto y el caucho de esta peculiar ensaladera. Mirando hacia la plaza de Carlos V, en la desembocadura del Paseo del Prado, nos encontrábamos. Puede que no importase el lugar, pero si la protagonista pudiese encontrar esto se reirá; o tal vez sólo dibujase una sonrisa. La misma que nos brindó cuando descubrimos que atrapaba entre sus labios la letra de la canción que sonaba en nuestra radio; cuando subimos el volumen aún más para su deleite, vio se descubierta en su travesura. Sencillamente sonrió. Dejó escapar una mirada de complicidad por la ventanilla abierta de par en par de aquel todo terreno oscuro, y sonrió.
Parecía haberse perdido entre la letra de aquella canción que la arrastraba hacia una especie de paz interior. Era como si algo la hubiese desnudado de cualquier ápice de problema cotidiano, quehaceres o estrés. Desnuda y sencilla, inmersa en un sueño de melancolía, parados ante aquel árbol de luces en un cruce de caminos. Cuando subimos el volumen debió sentirse observada y nos miró. Ruborizada comenzó a corregir cualquier trayectoria errónea en su cabello oscuro y jugó con unas gafas de sol que soñaban ser diadema. Agradeció en una mirada nuestro gesto y pareció sentirse agradecida. La luz verde nos alejó para siempre de aquella mujer.
Me hubiese gustado conocerla delante de una taza de chocolate caliente. Desenvolver su alma y descubrir una sorpresa tras otra en cada rincón de su mente. Escuchar lo que tuviese que decir y encontrarlo interesante.
¿Nos volveremos a encontrar…? Nunca se sabe.